lunes, 27 de febrero de 2012

2319

Cómo le molestaban los tacones, con lo suaves y fluidos que son los pasos descalzos. Qué fácil sería, piensa ella, apoyar la cabeza en su hombro, estirar un poco el cuello y besarlo con amor infinito. Y se da cuenta de que se ha ido, de que siempre se lo suministran en breves y contadas tomas, y lucha contra la pequeña agonía que se revuelve en su estómago cada vez que quiere y no puede. Pero entonces lo encuentra en un café por la mañana, en un último pensamiento antes de caer en el más profundo sueño o en una película de Scorsese. Vaya, le dice risueña, ¿dónde habías estado? Y él le responde con una sonrisa muda. Aquí. Siempre he estado aquí. Y una oleada de profunda felicidad arrasa su esencia, y se produce esa situación tan absurda que es llorar riendo. Gracias, le dice. Y sigue tomando su café de sonrisa plateada, ahora mezclado con lágrimas saladas, lágrimas que realmente merecen la pena.


Por favor, id todos a ver La invención de Hugo.

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