lunes, 18 de febrero de 2013

De viajes en tren.

Siempre me resulta curioso viajar en tren. Hoy más que nunca ha sido una experiencia extraña. Reconfortante, odioso y triste a partes iguales. A mi lado iban dos chicos, muy posiblemente con Síndrome de Asperger, hablando de proverbios chinos, del autobús B4 y de la hora y el día exactos en que uno de los dos se pidió una tapa de patatas con ali-oli en un bar. No pude evitar escucharles hablar, asombrada por su riqueza de vocabulario y expresiones, por la inocencia que derrochaban sus palabras. Me planteé algo que dijo la madre de un Asperger. Venía a ser algo así como que la gente que sufre del síndrome no conoce la maldad o la ironía, que son ingenuos por naturaleza. De alguna manera eso me reconfortó, me hizo pensar que las dos personas que debatían sobre cosas tan inocuas y triviales no tenían que soportar la verdad de la vida. Maldigo a todo aquel que pueda querer hacerles daño.

Pensé que eran como niños, ajenos a lo complicado del mundo y en continuo aprendizaje. Ávidos de cosas nuevas, sedientos de saber. Y una voz chillona me sacó de mis pensamientos. Precisamente la voz de un niño de no más de un año sentado cerca de mí, acompañado por varios mayores. Cuál fue mi sorpresa y asco al escuchar que esos mayores que lo acompañaban se divertían a base de enseñarle palabrotas al niño, que las repetía sin saber qué decía. "¡Maricona!", "¡Gilipollas!", decía con su vocecita aguda, los otros se reían, y más se reía él al ver que los demás lo hacían. Los Asperger se bajaron del tren, y yo me quedé asqueada y enfadada, pensando en lo que estoy escribiendo ahora.

Los sitios que dejaron libres los Asperger fueron ocupados por antiguas compañeras de instituto. De nuevo sin poder evitarlo, escuché de qué hablaban, a ver si llegaba a enterarme qué hacían ahora, qué estudiaban, qué tal les iba. Una de ellas, que fue gran amiga mía, empezó a hablar de su asignatura de Literatura Universal del último año de instituto. Hablaba de La metamorfosis de Kafka, decía que le había parecido un libro absurdo. Vamos, que no lo había entendido. No pude evitar intervenir para decirle que a mí me pareció un libro encantador con el cual lloré. Por su expresión cualquiera podría haber dicho que estaba a punto de llamar a un hospital psiquiátrico. Eso me entristeció mucho.

Así que me bajé del tren sin despedirme (en parte porque ella me evitaba a ojos vista), y volví a casa.