Pensé que eran como niños, ajenos a lo complicado del mundo y en continuo aprendizaje. Ávidos de cosas nuevas, sedientos de saber. Y una voz chillona me sacó de mis pensamientos. Precisamente la voz de un niño de no más de un año sentado cerca de mí, acompañado por varios mayores. Cuál fue mi sorpresa y asco al escuchar que esos mayores que lo acompañaban se divertían a base de enseñarle palabrotas al niño, que las repetía sin saber qué decía. "¡Maricona!", "¡Gilipollas!", decía con su vocecita aguda, los otros se reían, y más se reía él al ver que los demás lo hacían. Los Asperger se bajaron del tren, y yo me quedé asqueada y enfadada, pensando en lo que estoy escribiendo ahora.
Los sitios que dejaron libres los Asperger fueron ocupados por antiguas compañeras de instituto. De nuevo sin poder evitarlo, escuché de qué hablaban, a ver si llegaba a enterarme qué hacían ahora, qué estudiaban, qué tal les iba. Una de ellas, que fue gran amiga mía, empezó a hablar de su asignatura de Literatura Universal del último año de instituto. Hablaba de La metamorfosis de Kafka, decía que le había parecido un libro absurdo. Vamos, que no lo había entendido. No pude evitar intervenir para decirle que a mí me pareció un libro encantador con el cual lloré. Por su expresión cualquiera podría haber dicho que estaba a punto de llamar a un hospital psiquiátrico. Eso me entristeció mucho.
Así que me bajé del tren sin despedirme (en parte porque ella me evitaba a ojos vista), y volví a casa.