Entré en San Bernardo porque la nostalgia hizo acto de presencia en esa parte intangible que parece de plomo cuando te sientes triste, eso que algunos llaman alma; y no hay lugar mejor que San Bernardo para sentirse así. Entré porque sentía esa desagradable sensación del que busca algo y aún no sabe el qué, únicamente que tiene que permanecer a la espera. Y entonces la vi.
Sólo por su indumentaria adiviné que había estado andando fuera mientras llovía: barro en sus tacones de aguja, carrerillas en las medias transparentes, la falda y el abrigo mojados. Ocultaba el rostro echando hacia delante su media melena empapada. Por el temblor de su espalda supe que lloraba de esa manera silenciosa que es la que más duele, la que más pesa, la que más tristeza esconde. De vez en cuando miraba hacia la salida con sus ojos negros, aún más negros por el maquillaje corrido; esperaba con anhelo que vinieras y la abrazaras, supongo.
Fue entonces cuando comprendí que en la debilidad todos somos iguales. Que no hay cuerpo que aguante mil palizas, y tampoco corazón que soporte mil despedidas.
Que todos hemos querido abandonar.
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